EL FUEGO DEL CAMPEÓN | Mi propio Superclásico

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Me encantaría recordar exactamente el año en que sucedió este evento que ha marcado mi vida de formas que hoy comienzo a entender. Debe haber sido a inicios de los noventa.

Gracias a mi papá, el fútbol siempre fue parte de mi vida. Tuve la fortuna de ir a estadio con él en innumerables ocasiones, panorama que me resulta hasta el día de hoy, simplemente incomparable. No debo haber tenido más de 8 o 9 años cuando fui con mi papá a Pedrero a un Superclásico. Los dos solos. Comíamos maní confitado. Y por Dios que éramos felices. En esa época mi papá manejaba una station wagon marca Datsun amarilla, que dejaba estacionada en los alrededores del Monumental.

El partido lo ganamos. Recuerdo que no anochecía todavía y que el sol del atardecer llegaba a la ventana del auto donde mi bandera flameaba al viento porque habíamos ganado. Mi bandera era muy bonita. Muy, muy, muy bonita. Parados en el taco, escuchando alguna radio que recogía las reacciones de los protagonistas del partido, recuerdo haberme sentido espectacularmente ganadora mientras mi bandera flameaba al viento y se colaban lindos rayos de sol por entre su tela blanca. A esa edad ya comprendía lo importante que era ganarle partidos a la U y disfruté cada segundo de ese día.

Hasta que alguien (claramente no en su sano juicio) decidió hacerme vivir un momento de alto impacto y que recuerdo hasta hoy.

Una horda de hinchas de la vocal, claramente molestos por haber perdido, comenzaron a causar disturbios en las afueras del estadio. Con mi papá estábamos enfrascados en un taco que no tenía esperanzas de avanzar. A lo lejos se escuchaban sirenas policiales y ruido. Mucho ruido. Sin darnos cuenta, la horda de hinchas pasó en contra nuestra. Un descerebrado tomó mi bandera (que seguía inocentemente flameando fuera de la ventana), golpeó mi mano contra el marco de la ventana y me la quitó.

Recuerdo haberme quedado sin aire y sin saber qué hacer. Mi papá (en un movimiento heroico en ese momento, pero a todas luces riesgoso) se bajó del auto para perseguir al agresor. Mientras él corría, claramente nublado por la furia, yo me bajé del auto, y a lo lejos, alcancé a ver cómo el seudohincha tiraba mi banderita a una hoguera que habían prendido en la mitad del bandejón, donde ya ardian quizás qué otras cosas más.

No es una exageración decir que este momento pertenece a la lista de situaciones que han marcado mi vida. Pude ver, en ese gesto termocéfalo de este individuo, una muestra de lo que seria (y es hasta hoy, a lo mejor de forma distinta) el odio parido que existe entre estas dos hinchadas y la violencia absurda que oscurece todo. Años después vendrían los peores años de enfrentamientos entre la Garra Blanca y Los de Abajo de la historia. Me tocó mirarlos por la televisión, dejamos de ir al estadio porque se hizo complejo, peligroso, angustiante e injusto. Debido a situaciones como la que me tocó vivir, muchos padres con sus hijos se cuestionan asistir a una de las mejores experiencias que yo he vivido en mi existencia.

Qué rabia. No saben lo que le han hecho al fútbol y a muchos cabros que sólo quieren apoyar al equipo de sus amores. No piensan. Todo lo destruyen. Los detesto con el alma.

Mi padre volvió al auto, sin mi bandera. Comencé a llorar, angustiada por la violencia y con la muñeca adolorida por el golpe. Y sucedió algo que, cuando lo recuerdo, renueva mi esperanza en que todos, todos, podemos vivir tranquilos. Un vendedor de banderas de la vieja escuela, de esos que todos ubicaban en el estadio, humilde e hincha como todos, vio lo que me había pasado y se acercó para regalarme la bandera más grande de las que estaba vendiendo ese día. Recuerdo que mi papá intentó devolvérsela, pero el hombre se negó. Me miró con una ternura que me emociona recordar. Qué ganas de saber quién eres, y agradecerte por tu gesto que nunca voy a poder olvidar.

De vuelta en casa, me puse frente al televisor a mirar los goles (cuando los daban en todos los canales y a las 9) y a revivir el triunfo. Seguía llorando con hipo cuando mostraron los disturbios del exterior, mientras mi mamá me ponía hielo en el brazo y decía cosas en voz alta como «no vas a ir nunca más al estadio».

Los Superclásicos son para mí algo demasiado especial. No sólo porque recuerdo este incidente, sino que porque así como ese día me ganaron afuera del estadio y me hicieron llorar, quiero PERMANENTEMENTE ganarles en la cancha, donde vale. Nunca va a ser posible que yo resigne la posibilidad de ganarles. Mi deseo irracional de triunfo se apodera de mí (y a veces causa estragos en mi bienestar físico) porque quiero ganarles de forma derecha e inapelable. Recuerdo los disturbios afuera del estadio y me lleno de rabia, porque no tienen idea el daño que están causando. No ven más allá de sus narices. El rincón soñador de mi cerebro quiere que eso se acabe. Y quiere, principalmente, taparles la boca eternamente en los 90 minutos.

Mi alegría se duplica al ganar, y mi pena se triplica al perder.

Pero es en la cancha donde mi equipo va a lograr sacarle una sonrisa a ese niñita que ama a Colo-Colo y que quiere ver flamear su bandera por la ventana sin miedo. Es ahí donde me reivindican. No afuera.

Con todo, Cacique. ¡CON TODO!

Foto Gentileza de www.ferplei.cl