EL FUEGO DEL CAMPEON | Imperdonable

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Hacía mucho tiempo que no sentía tantas cosas en un mismo día. A las 7 de la mañana, cuando la noticia era “Arturo Vidal pasó la noche en la comisaría” mi pensamiento era: “Desgraciado, echaste todo a perder con tu irresponsabilidad y no puedo creer que hayas sido capaz de hacer esto”.

A las 10 de la mañana, cuando mis alumnos me preguntaban “Miss, qué hacemos con Arturo Vidal”, mi respuesta fue “Si Vidal no es desafectado de la Selección Chilena de aquí a las 12 de la mañana, dejo de hinchar por esta Selección”.

Cuando iba en la tarde camino a mi casa vi el video de Vidal pidiendo perdón entre lágrimas y ahí, parada en un semáforo extremadamente largo, sentí lástima por él y me emocioné. Me dieron ganas de abrazarlo y de decirle que igual me alegraba de que no se haya matado en su famoso Ferrari.

Hoy pienso en lo sucedido con algo más de tranquilidad y puedo argumentar más allá de las emociones que a veces nublan la mirada.

Arturo Vidal jugó en nuestro club. Fue ahí donde se hizo grande, defendió nuestros colores con una garra que ya se quisiera cualquiera. Es, a todas luces, un ídolo para nuestra hinchada. Vidal cumple con el perfil de la gran cantidad de jugadores talentosos que nos ha dejado esta generación: muy humildes, con infancias derechamente ligadas a la pobreza y a la precariedad de toda índole, que se ven con un talento extraordinario en las manos y logran, por medio de constancia, trabajo, sacrificio de sus familias y algún grado de disciplina (auto) impuesta, el éxito.

Y el éxito, a veces, es capaz de cegarte.

Escuchar a Vidal hablarle a ese carabinero que le tocó asistir su accidente, derechamente borracho y amenazante, y decirle que se va a cagar a todo Chile si lo esposa, me revuelve el estómago y me da vergüenza ajena. Verlo llorar frente a las cámaras pidiendo perdón me hace pensar que es un lavado de imagen muy bien orquestado por alguien experto en manejo de crisis o simplemente la honesta reacción de un cabro que se da cuenta que la cagó a fondo.

Muchos han dicho que Arturo jugó el Mundial con la rodilla destruida. Otros dicen que no le podemos pedir altura moral a un futbolista si no somos capaces de pedírsela siquiera a los políticos que tenemos. Tienen razón en ambos puntos. Pero ambos argumentos son absolutamente inválidos: no se puede justificar lo injustificable. No se puede perdonar lo imperdonable.

Arturo Vidal puso en riesgo su vida, la de la madre de sus hijos y la de Dios sabe cuántas personas más al subirse a un auto ebrio. Al chocar, amenazó a Carabineros. Y luego pidió perdón llorando.

¿Qué tiene que ver esto con el fútbol? ¿Tiene algo que ver?

Vidal es un futbolista. Y el fútbol (entiéndalo usted como una máquina de hacer millones o como una pasión inexplicable, elija usted su punto de vista) no existiría si nosotros, los hinchas, no lo alimentáramos con nuestros recursos. Nosotros compramos entradas, pagamos el canal de televisión, nos compramos la camiseta, consumimos el producto del auspiciador. Sin nosotros, nada de esto existiría.

Y hoy soy una hincha decepcionada.

Estoy decepcionada porque Arturo Vidal cometió el error más grande de todos para un hincha: puso en jaque las chances de Chile de ganar por fin un torneo de importancia. Porque se puso en riesgo a sí mismo cuando sabe perfectamente que es pieza fundamental en el equipo. Porque con su accionar, distrae las energías, el interés y el foco de lo ÚNICO que debería ser nuestro foco en estos días: el fútbol.

La ley verá el resto. Yo no le voy a pedir a Vidal ser la reserva moral de la nación ni ser un ejemplo para los niños que intercambian su laminita del álbum en los recreos o que lucen orgullosos la camiseta con su nombre. No se les puede pedir eso a muchos futbolistas ídolos de este país simplemente porque no dan el ancho.

Pero sí estoy en toda la capacidad de pedirle que no me arruine la fiesta. Eso sí que es imperdonable.